jueves, 20 de noviembre de 2008

LA NEGACIÓN DEL ROSTRO. CAPÍTULO INTRODUCTORIO




La negación del rostro.

Apuntes para una egoteca de la narrativa masculina venezolana

Luis Barrera Linares
Caracas: Monte Ávila, 2005, 302pp.
ISBN: 980-01-1330-4


pp. 3-16. INTRODUCCIÓN


Narrativa masculina venezolana
Entre optimistas centrífugos y pesimistas concéntricos


Desde hace varios años me he dedicado a ubicar expresiones relacionadas con lo que los escritores venezolanos piensan de su propia literatura. Mi conclusión inicial sobre este aspecto es que, como lo diría el expresidente Carlos Andrés Pérez, somos “autosuicidas” por naturaleza, incluso cuando nos disfrazamos de optimistas.
A propósito de ese curioso síndrome, he venido entonces recopilando desde hace tiempo opiniones relacionadas con lo que los críticos, escritores y académicos venezolanos piensan de su propia literatura. He intentado caracterizar principalmente la narrativa nacional a través d elo que ha sido ese proceso, con la intención de demostrar que los juicios globales pueden reducirse a la diacronía de un longevo lamento náufrago según el cual no somos ni seremos una cultura literaria importante, sino a ratos y por parcelas. Ha sido constante que por lo general la balanza se incline hacia el pesimismo, principalmente cuando se trata de la confrontación con culturas o literaturas de otros espacios. Un pesimismo explicable, al que ahora deseo oponer ciertas actitudes optimistas que parecieran despertar de vez en vez, pero que no hacen más que ratificar la condición estática de esta situación. Para explicarme me permito introducir los términos "centrífugo" y "concéntrico", que ya alguna vez apliqué a la literatura venezolana y que me ayudarán a exponer lo que deseo desarrollar en esta sección inicial.
De acuerdo con el diccionario, “centrifugar” se refiere a aprovechar la fuerza centrífuga para separar los componentes de algo, en tanto “centrífugo” es aquello que tiende a alejar las cosas del centro de ese algo. Por otra parte, se dice que algo es concéntrico cuando todo lo que está a su alrededor coincide en un solo y único centro.
A fin de aplicarlo al tópico que aquí me interesa, podría intentar un ocioso ejercicio de combinaciones y alegar que, en cuanto a opiniones, la historia de nuestra narrativa se ha caracterizado por la existencia de cuatro categorías fundamentales:
1. Los optimistas centrífugos: aquellos que suponen que todo lo salvable de nuestra narrativa se deriva de ellos o de alguien a quien ellos promocionan. Digamos por ejemplo, las corrientes liderizadas por Jesús Semprum, Rómulo Gallegos y Guillermo Meneses.
2. Los optimistas concéntricos: aquellos que, previo desprecio de todo lo existente, se creen el centro único de lo que puede salvarse de la narrativa nacional, a cuya cabeza podemos ubicar a Arturo Uslar Pietri y José Ignacio Cabrujas.
3. Los pesimistas centrífugos serían quienes piensan o pensaron que lo que podría habernos salvado de la debacle que somos se ha fugado hacia otros lares o que nuestro verdadero progreso dependerá del acercamiento a otras literaturas. Aquí es inevitable evocar los nombres de Luis Correa, Pedro Emilio Coll y Manuel Díaz Rodríguez.
4. Como pesimistas concéntricos se pueden calificar los que creen que no hay escritor local que constituya todavía un verdadero centro pero que alguna vez aparecerá, insinuando que serán ellos mismos una vez que la ceguera y la envidia permitan re-consagrarlos. En este renglón podrían competir Felipe Tejera, Julio Calcaño, Adriano González León, José Balza y María Fernanda Palacios, entre otros.
Para nada queda descartado que la actitud de alguien pueda cambiar en el tiempo, de acuerdo con su rol de protagonista o marginado, lo que vendría a constituir una categoría híbrida de optimista-pesimista zigzagueante. Sin decir nada de optimistas y pesimistas que se fusionan con otras variables como los galofílificos congénitos (que creen en la necesaria pasantía por París) o regionalistas empedernidos (que desprecian toda literatura que se salga de lo local).
También de modo introductorio quiero dejar claro lo siguiente. Buena o mala, leída o no, furibunda o pacífica, la literatura sólo sirve (y muy ocasionalmente) para subvertir a la propia literatura. Esperar otra cosa de ella superaría sus propósitos primigenios y desviaría la función que ocupa en el mundo. Por supuesto que esta idea no pretende ser original, pero debo precisarla desde ahora por cuanto la polisemia de la palabra “subversión” parece reducida en el caso de la Venezuela de estos días al solo horizonte político, dentro del que supuestamente estamos viviendo ( o estuvimos a punto de vivir) una “revolución” o la aniquilación de unos patrones consolidados. De manera que también hay quienes han creído que su literatura es altamente innovadora por el solo hecho de que sus posturas ideológicas de esta oportunidad los identifiquen con alguna supuesta “revolución” política.
Sirvan las referidas clasificación y aclaratoria como base de las ideas con que quiero introducir este nuevo paseo por la novela y el cuento venezolanos.

La valoración
Comienzo recordando una anécdota de mis tiempos de estudiante, en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela: un compañero, aspirante a escritor, me comentaba estar escribiendo un cuento con el que pretendía “liquidar” el mito latinoamericano del realismo mágico. Lo recuerdo porque me llamó la atención la contundencia con que lo decía. Sin embargo, su seguridad de ese momento, con el tiempo se volvió realmente puro cuento mágico y nada realista, de manera que jamás llegué a leer el anunciado relato.
En segundo lugar, me gustaría recordar otra vez la fama de inutilidad, mal ganada pero absolutamente cierta, que en general tenemos para el común de los mortales, quienes nos desempeñamos en el ambiente de la literatura latinoamericana. Séase optimista ciego o pesimista fanático, más de uno de nosotros habrá vivido el desengaño y la penitencia de tener que explicar a otros la razón que para el funcionamiento del universo tiene la literatura.
Ni siquiera voy a referirme al concepto global que en nuestros países se tiene de la cultura y, dentro de ella, de la literatura. Cada vez que discute conmigo al respecto mi satírica tía Eloína no hace más que recordarme un famoso grafito que ha estado por mucho tiempo escrito en una de las paredes cercanas al caraqueño Teatro Teresa Carreño, y que resume el asunto en una sola mínima, definitiva y breve oración: “La cultura mariquea”.
Es obvio que en ambos casos hubo en sus autores (el del cuento y el del grafito) un interés premeditado para subvertir optimistamente un supuesto orden instaurado por ciertas corrientes críticas contemporáneas. En el primer caso, la percepción de mi compañero de estudios era que había necesidad de acabar con ese mito según el cual el realismo mágico es lo que hace de la latinoamericana una literatura diferente en el ámbito hispano. El segundo ejemplo habla de la percepción que de la literatura y de la cultura se tiene en otros espacios distintos de los circulitos académicos y culturosos en que nos movemos los hombres de letras. Un concepto según el cual todo lo que se relaciona con la cultura mantiene un recurrente aroma a inutilidad. Naturalmente que no es ése mi parecer, pero sí el de muchos otros. Lo dejo de ese tamaño y vuelvo al primer ejemplo.
No creo que no haya habido aspirante a escritor que, habiendo pasado de alguna manera por aulas o por otros predios propios de la literatura, no haya tenido la ilusión adolescente de volverse autor de una obra que cambie el curso de la historia literaria a partir del surgimiento de su propia producción estética. Es casi natural que cualquier escritor que se inicia en el medio académico, donde se estudia formalmente la literatura, su proceso y su diacronía, viva la fantasía juvenil de hacer una revolución literaria. Y es natural además que se convierta para ello en un “optimista centrífugo”. Pero, cuidado, esto se justificaría solamente en un escritor novel, pues no parece adecuado que un cincuentón o sesentón, rodeado de sus acólitos anónimos y conocidos, se asuma, por ejemplo, como “pesimista concéntrico” y continúe sintiendo que no ha sido tomado en cuenta o que siempre mereció el premio tal que le ha sido negado a su revolucionaria obra por injusticias.
Porque, luego de haber hecho un recorrido por el curioso síndrome del “pesimismo centrífugo” que marca a la narrativa venezolana desde la firma del acta de independencia hasta el final del siglo XX (y cuyo resultado expongo más adelante), también creo que ni el optimismo ni el pesimismo sobre la literatura se puedan planificar a través de manifiestos o proclamas en los que se pretenda que antes de nosotros nada, con nosotros todo, después de nosotros el vacío. No basta para cambiar una literatura la pura intención o el antojo momentáneo del escritor; son los hechos estéticos y su repercusión en el futuro los que pueden lograr algún mínimo cambio. No importa si optimista o pesimistamente, la literatura subvierte, o al menos amenaza con hacerlo, sólo cuando logra resquebrajar la solidez de una tradición escrita, independientemente de que el autor esté consciente de esto, que por cierto, casi nunca lo está cuando se trata de una obra verdaderamente subversiva. Es posible que para el momento del contexto de recepción de una obra se aprecien indicios de lo que podría llegar a ser un texto insertado dentro de un diasistema literario. Indicios que casi siempre son más bien negativos, como por ejemplo, el rechazo inmediato, la negación de sus valores, la indiferencia. Y, repito, casi siempre esto va mucho más allá de las intenciones del propio escritor. De manera que no queda más remedio que sonreír cuando se escucha a algún plumario venezolano afirmar que aspira ser un clásico, aunque sea de los aburridos. Por mucho optimismo centrífugo que nos invada, no somos los escritores quienes decidimos si seremos o no clásicos. Ese es un privilegio que les concierne única y exclusivamente a los lectores. De allí que también resulten tragicómicas las fugaces declaraciones periodísticas de algunos escritores que aspiran conmover al mundo literario y cultural sólo con ocasionales expresiones rimbombantes y tremendistas. Se cae en el error de pensar que, independientemente de la escritura, por encima de una obra original y contundente, se puede cambiar el estatus literario hiperdesarrollando con énfasis el síndrome del sepulturero. O sea, matando de boca a toda una tradición, asesinando oralmente, o a través de la ocasional entrevista de prensa, a quien se atraviese (sean individualidades o instituciones).
En realidad, las declaraciones individuales principistas y los manifiestos aparentemente grupales o individuales no son más que deseos para crear un ambiente de supuesta subversión, pero no son la subversión misma. Y tampoco significa esto que, una vez reconocida o vislumbrada, la subversión acarree multiplicación infinita, automática y reproductiva, de los lectores.
Por ejemplo, por mucha actitud personal optimista centrífuga que hayan asumido en sus declaraciones públicas, o por mucha innovación formal que haya habido en algunos de sus libros, no parece que Guillermo Meneses u Oswaldo Trejo hayan logrado ser re-conocidos más allá del mundillo venezolano de las letras. Y mucho más, el hecho de que se nombre insistentemente a algún escritor en nuestro reducido ambiente literario local no significa para nada que haya sido realmente leído por quienes habitan ese universo.
Sin temor de que se me ubique entre los optimistas o pesimistas zigzagueantes, sospecho que si la supuesta revolución que generaron algunos de nuestros más conocidos narradores no ha sido capaz de conmover o convencer a nadie (o a muy pocos) fuera de su propio universo, entonces es obvio que se ha tratado de una innovación inútil, por cuanto su impacto no ha pasado del propio espacio en que ha ocurrido la propuesta. Y no bastaría conformarse con eso.
Con esto simplemente quiero destacar que, al menos en Latinoamérica en general, y en Venezuela, en particular, las innovaciones literarias contemporáneas (mucho más que las referidas a otras artes como la plástica, la escultura, la música) son casi revoluciones imaginarias en las que, ocurra lo que ocurra (al menos en este tiempo), no pasa absolutamente nada, por cuanto su efecto comunitario, eso que los sociólogos llaman el “impacto social”, es tan pequeño que ni se siente.
A veces es preciso diferenciar el silencio productivo y consecuente de la ocasional alharaca. Ya sabemos de sobra que el continente latinoamericano es abundoso en codornices optimistas concéntricas que ponen huevitos cacareados como si fueran de avestruz y creen que con ello es suficiente para subvertir y cambiar el rumbo de la literatura. Creer que podemos hacer una revolución y transgredir un orden establecido desde unas escandalosas y altisonantes declaraciones o un oportunista manifiesto, argumentando que éste o aquel escritor es el más importante desde Homero para acá y que hemos cometido el error de no darnos cuenta, se reduce a unas muy loables ganas de hacer retórica autocomplaciente para alimentar el alma de unos cuantos egoletrados amigos nuestros, pero nada más. Y creo que ése ha sido uno de los peores males de la narrativa nacional, independientemente de su calidad, que es otro tema y requiere otros enfoques.
A juzgar por las formas de su narrativa, creo por ejemplo que fue Oswaldo Trejo quien mayores esfuerzos hizo por subvertir y pervertir el orden, según él repetitivo y aburrido, de la narrativa venezolana. Pero no me sorprendo ni me alarmo ante la muy escasa recepción que ha tenido su obra, incluso en el reducido mundo de las letras. Alguna vez comenté además que, por mucho desafecto que se tenga por la televisión, por la Internet, o por los medios audiviosuales en general, tampoco son estos los culpables de que un supuesto escritor “famoso” tenga que pasar como anónimo ciudadano cuando acude a espacios de asistencia masiva de personas.
Ya casi estoy por creer que llegará un momento en que la literatura, como la hemos entendido, no será capaz de subvertirse ni siquiera a sí misma. Cada vez lucen más cerrados los circulillitos en los que se mueve. Al escritor venezolano le apasiona la “fama” entre las élites, pero parece reacio a la “popularidad”. Por eso le teme al bestsellerismo y lo crtitica con saña. Quizás implícitamente, asume la literatura con una inexplicable noción de élite, de grupito exclusivo, de rosca cerrada e impermeable. Como diría algún político nuestro, “le falta burdel”, calle, contacto. Forma escándalos, no con el propósito de ser leído, sólo le gusta ser reconocido por ciertos sectores sociales (el académico, por ejemplo, aunque de la boca hacia fuera también suele despreciarlo). Forma alharacas de vez en cuando para que la gente sepa de su existencia, independientemente del efecto renovador con que el tiempo pueda reconocer su obra o del número de lectores a quienes ha sido capaz de conmover.
Quiero expresar de la manera más utilitaria y directa que, más allá de uno que otro afortunado que logra beneficios a partir de sus libros sin ser expulsado del reino de los exquisitos, las supuestas rebeliones formales de la literatura no pasan de ser mentiras piadosas, útiles para seguir creyendo ficticiamente que estamos cambiando el mundo sin modificar nada. Situación que en ocasiones es alimentada por un pequeño séquito de escuderillos que –a fin de que nosotros después hablemos de lo maravillosos que son- nos adulan y nos convierten en optimistas concéntricos o pesimistas centrífugos, según la ocasión o la escena en la que actuemos. A veces nos hacen creer que somos la propia tapa del frasco y que sin nosotros la historia literaria nacional no tendría sentido. Pero lo grave no es eso sino que terminemos creyendo que es cierto y que, independientemente de que tengamos o no lectores, la literatura venezolana comienza con nosotros y nuestro grupusculito ocasional, se estanca en nosotros y en nuestro grupusculito ocasional y desaparece después de nosotros para, igual que dentro de la política, permitir apenas la supervivencia del mínimo pero escandaloso séquito que nos aúpa y envenena recurrentemente nuestra egoteca particular. Como veremos, nuestra identidad como comunidad literaria gira en torno de dos puertas plegables que acomodamos según la circunstancia:
Puertas adentro, en el propio terreno de nuestra convivencia, somos egoindividualidades cercanas a la declaración oportunista de vez en vez, sobre todo para que las escuchen quienes, a nuestro juicio, se sienten las “estrellas más brillantes”, pero, vaya contraste, con muy poca disposición a recibir críticas y, adicionalmente, escasos programas coherentes de producción y autoevaluación. Aparte de la agilidad con que solemos adular al tótem que en algo nos puede retribuir la adulancia y el simplismo con que solemos reaccionar furibundamente ante las posiciones adversas.
Puertas afuera, damos la impresión de alimentar para el resto del mundo la creencia de que muy poco significamos colectivamente como literatura. Casi siempre con la insinuación subyacente de que nuestra individualidad se sale de ese parámetro, achacando la ignorancia continental acerca de nuestra existencia a la deficiente crítica que tenemos y a la poca preocupación de los gobiernos por promocionar nuestra obra.
Moraleja: cada escritor venezolano, y aquí me refiero principalmente a los autores y no a las autoras, a juzgar por lo que dicta su propia y muy particular egoteca, pareciera mostrarse como la estrella única y solitaria que más brilla en un firmamento que considera de nulidades.
Creo así que nuestros optimistas y pesimistas son una misma y única cosa que se ajusta a los requerimientos del medio. Han sido pesimistas concéntricos cuando necesitaron notoriedad, pero se enmascaran de optimistas centrífugos una vez que, a su criterio o el de sus “seguidores”, se han consagrado y saben que sus opiniones pueden ayudar a mantenerlos vivos ante tanta negación generalizada y ausencia de lectores. Con su permanente presencia en la prensa, con su acercamiento “inocente y desinteresado” a los espacios de poder o con supuestas declaraciones extremistas en las que arremeten contra todo, algunos de nuestros creadores buscan crear una atmósfera de optimismo que a todas luces es falsa pero que necesitan para seguir creyendo que son únicos e insustituibles en el ambiente de la literatura venezolana.
Digamos, por ejemplo, que en general, para casi todo, hay un valor cuasigenético entre nosotros que ha sido constante en toda nuestra vida republicana: el valor de la nulidad.
Más delante, en otra sección (“narrativa sin rostro...”), lo ejemplifico específicamente con la narrativa. Por ahora, lo voy a generalizar:
Desde el ingreso al medio escolar se nos ha enseñado para que cada vez nos convenzamos más de nuestros defectos. Enumero para ser más explicito: en todos los medios (político, social, racial, económico, artístico, profesional, escolar, mediático...), se nos instiga permanentemente a convencernos de que somos muy poco como personas, como sector, como comunidad, como país, y que son escasas las posibilidades de poder pasar de malo a mejorcito. De acuerdo con esas creencias que escuchamos a cada rato, somos torpes en el manejo del idioma, nos comportamos como pésimos conductores, no conocemos las reglas de etiqueta, tenemos una malísima literatura nacional, todos somos corruptos, borrachos, parranderos y jugadores como Juan Charrasqueado, malos cónyuges, amantes detestables y peores ciudadanos; no cumplimos con las tareas ni respetamos normas y somos abrumadoramente impuntuales, tanto que cuando algún obsesivo del tiempo (que también los tenemos) nos cita, de una vez nos aclara “hora inglesa, no hora venezolana, por favor”; ni siquiera sabemos elegir a nuestros gobernantes porque en cuarenta y cuatro años de democracia no hemos pegado una; tan “chimba” es nuestra conducta que, cuando acertamos en algo, se considera que es una casualidad, un azar que nos permitió equivocarnos y dar en el blanco. Casi parecemos convencidos de que sólo somos buenos en actividades que socialmente solemos considerar burdas o banales, ajenas al cultivo del intelecto: por ejemplo, boxeadores, peloteros, telenovelas y misses. Y esa creencia subyacente anda tan arraigada entre los valores del sistema educativo que desde el pre-escolar hasta la universidad se nos hace creer que somos lo peor entre lo malo.
Todavía no hemos olvidado el período de gobierno en que algún ministro del Presidente Luis Herrera Campins (1979-1983) se empeñó en convertirnos en patriotas empedernidos, obligándonos a escuchar cuatro o cinco veces al día el Himno Nacional. Ni tampoco aquellos días en que para mejorar nuestra supuesta descontrolada conducta “mayamera”, otro funcionario del segundo lapso de gobierno de Carlos Andrés Pérez (1989-1992), inventó una campaña televisiva para enseñarnos el hábito del ahorro preparando bebidas con concha de plátano y horribles sopas de deshechos vegetales. Ni qué decir de los días en que en el “segundo turno” presidencial de Rafael Caldera (1993-1998) se llegó a la conclusión de que lo nuestro era un problema de baja autoestima y se nos abrumó con una campaña para portar la bandera nacional en cualquier lugar donde cupiera una pegatina. Es decir, desde los políticos más encumbrados hasta los intelectuales de mayor peso, no nos han llamado brutos directamente pero nos han mostrado varias veces el cascarón que supuestamente tenemos por cerebro. Igual que en ciertas fechas del año el organismo encargado de la recolección de los impuestos (SENIAT) nos recuerda insistentemente por la tele el modo como seremos aplastados cual cucarachas si no pagamos los tributos para que se nos siga enseñando que nada somos y menos seremos. Y cómo olvidar un célebre cartel colocado alguna vez en varios puntos del Aeropuerto Internacional de Maiquetía, justo en las puertas de acceso a los aviones que salen hacia el exterior: “En este punto, decía, termina su irresponsabilidad”.
Sí, lamentablemente, esa ha sido la cantera de valores que hemos recibido sin querer queriendo. Y ahora digo lo otro. Somos tan lo contrario, que aún con toda esa avalancha de negatividad, aquí estamos todavía y aquí seguimos. Pero a decir verdad, en las últimas décadas hemos tenido muy pocos modelos de liderazgo social en quienes fijarnos para ser mejores. Y esto abarca todas las instancias de la vida social venezolana, comenzando por la instancia política y terminando en las artes.
A lo mejor este inicio de milenio es propicio para que comencemos a ver los defectos como puntos de partida para mejorar y no para que se nos recalquen como llagas incurables. Quienes administran la educación podrían cambiar muchas cosas. Y pueden tener logros. Pero mientras se siga cultivando la filosofía de lo malo, de que no somos nada; mientras los sistemas de evaluación escolar sigan siendo considerados mecanismos de castigo severo y no recursos pedagógicos para generar cambios positivos, mientras continúe el afán por convencernos de que somos los peores hablantes y escritores del planeta, cualquier logro será opacado.
En lo que atañe exclusivamente a la literatura, algunas veces sin darnos cuenta, otras, con absoluta premeditación y marcada alevosía, más allá de leer realmente y evaluar comparativamente lo que hemos producido, tengo la impresión de que nos hemos dedicado a perturbar la paz de egos ajenos, casi siempre con el único propósito de engordar el nuestro. Poco a poco, hemos desandado el camino de la historia en busca de una egolatría perdida que hemos querido levantar negando (puertas adentro) al vecindario entero y aupando (puertas afuera) nuestra condición individual de excepción de la regla.
Todo esto ha motivado el propósito de querer contribuir con este trabajo a la conformación de una egohistoria de la narrativa masculina venezolana. La idea es contribuir a conformar, a partir de algunos aspectos y autores, una verdadera egoteca colectiva que nos ayude a pensar comunitariamente y no como supuestas islas refulgentes dentro de un océano sombrío. Y lo de “masculina” viene a tono con el afán contemporáneo de la crítica por distinguir a la literatura según quienes la produzcan: literatura femenina, literatura gay, literatura homosexual, literatura negra, literatura rica, literatura pobre, etcétera. Aparte de que la arremetida femenina de este inicio de milenio casi obliga a sistematizar y cerrar lo que ha sido una tradición masculina cuyo dominio y vigencia han comenzado a volverse un verdadero territorio compartido. No hay duda de que hemos iniciado una nueva etapa y ello obliga a caracterizar lo que ha sido la anterior.
Comenzaremos entonces por considerar en la sección que sigue el modo como esto ha incidido para propiciar el carácter multilaboral de buena parte de nuestros escritores, para luego adentrarnos en una variedad de tópicos y autores masculinos, todos relacionados con las ideas fundamentales de este capítulo introductorio. Sólo deseamos atizar más el fuego cruento y severo con que los mismos escritores nacionales hemos contribuido a conformar el cuerpo negativo de nuestra historia literaria con predominio masculino, o por lo menos de la parte de esa historia que corresponde a la narrativa escrita por sujetos hombres machistas varones. La selección de autores, lapsos y procesos, no obedece ni a preferencias premeditadas ni a negaciones subyacentes. Porque si de gustos se tratare, suelen atraerme más algunas sujetas. Sólo ha sido motivada aleatoriamente por circunstancias relacionadas con el trabajo académico y divulgativo. Tampoco aspiro a que quienes sí aparecen asuman que deba convertirme yo en su crítico personal y de ahora en adelante no pueda expresar mi gusto o disgusto por alguna obra que publiquen. Eso sí, debo solicitar finalmente la comprensión del lector, porque a plena conciencia he repetido ciertos detalles y datos en varias de las secciones y la única explicación que puedo darle es que, por una simple y pedante manía de escribir lo más pedagógicamente posible, aspiro como autor que cada parte pueda ser leída de manera independiente, sin necesidad de acudir a la totalidad del volumen.

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