viernes, 21 de noviembre de 2008

PARTO DE CABALLEROS. CAP. 2
















LBL, octubre 2008








De: Parto de Caballeros (novela)
Primera edic.: Caracas: Monte Ávila editores Latinoamericana, 1992 ( cap. 9, pp. 83-98)
Seg. edic.: Caracas: Comala, 2002, cap. 2, pp. 25-42


Tercera edición, 2012
impresa: www.createspace [libros por demanda]; digital: www. amazon.com







Capítulo 2

PARIR BIEN VALE UNA MISA



Marcos Knight salió todavía sorprendido pero igualmente contentísimo de la consulta que ese día había tenido con su médico predilecto.  Pasó la mano por su vientre y acarició en redondo la buena noticia.  Deambuló un larguísimo rato para  acostumbrarse a la idea de que sería de una sola vez padre, madre, hijo y quizás hasta  espíritu santo.  En el comienzo de un final feliz se sonrojó, se felicitó, se apurruñó sus intimidades  ante la alegría de sentir que caía en el camino de la salvación.  El efecto de su accidentada insensatez con Yoni Caballero florecía ahora sin que ninguno de los dos se lo hubiera propuesto.  En cualquier lugar  que se encontrara ahora el caballero Yoni, era bendecido por las miles de bienaventuranzas que le arrojaba Marcos desde sus más recónditos espacios íntimos.
¾Será para agosto del próximo año -le habría dicho su entrañable amigo el doctor Carmelo Morales Cachacour.
Completamente confuso pero no menos alegre por el hecho, el médico intentaba ocultar la duda delante de Marcos.  Dio escasa importancia a la terrible trascendencia, a la insolitez de lo que había descubierto.  Reflexionó después de leer, releer y volver de nuevo sobre aquellos exámenes, hasta que tuvo que aceptar como creíble lo que siempre imaginó perteneciente a las novelas de Aldous Huxley.  Antes de conversar con su paciente para confesarle lo que aún no creía, se serenó, recuperó la tranquilidad, planificó reflexivamente su discurso, hasta que supuso que lo mejor sería planteárselo como si se tratara de un hecho absolutamente cotidiano.  Ganó fuerzas para poder explicar aquel absurdo de la naturaleza y continuó con su perorata galénica:
¾Tendrás que arreglártelas con tu situación, yo sé que esa temporada es crítica para alguien que trabaja en un hotel.  Si quieres te doy una certificación desde ya, aunque lo difícil por ahora es que nos crean.
Marcos ni siquiera dejó lugar para la presunta sorpresa.  Asumió muy positivamente que de alguna manera su situación se aclaraba con aquellos resultados, aunque al comienzo llegó a creer que su amigo médico se burlaba de él. De momento, rechazó la propuesta que le hizo el doctor: cualquiera que fuera la razón de aquella inusitada noticia,  deseaba guardarla como un secreto sumarial hasta donde fuera posible.  Tenía la esperanza de poder ocultarlo por un tiempo, mientras encontraba la manera de aclararse.  Él mismo tendría que acostumbrarse primero a la idea, para luego tratar de acostumbrar y convencer a los demás.  Entonces, en una salida tan incoherente como todo lo que había ocurrido hasta ese momento, sin despedirse, salió disparado hacia las tiendas, caminó largo rato por los aires contaminados de las avenidas centrales de Caracas.
No cabía de la felicidad que lo había arropado desde la salida del consultorio y entonces compró ropas muy anchas, un poco fuera  de moda pero cómodas, lo suficiente para no dar pie a la sospecha ni a la maledicencia de sus vecinos (“¡carajo, nunca he pregonado que los detesto por vivir pendientes de la vida de los demás, pero esa es la verdad y nada más que la verdad, a lo mejor tendré que mudarme!”).
Pasaron algunos  días y -luego de haber cambiado su residencia- una mañana, ya asido a que aquello no era historia inverosímil de adolescencia, Marcos se sorprendió buscando un nombre.  ¿César o Emperador? ¿Carlo Magno o Napoleón? ¿Por qué no Garcilaso, Picasso o Parnaso?  No, mejor sería un nombre más cristiano y menos célebre.  Podía resultar una aventura peligrosa  jugar desde ya con  la celebridad.  ¡Ah, pero eso sí que no!  Casi a un mes del hecho,  no había recibido respuesta de su tierna carta para el copartícipe de su embarrigamiento.  La furia comenzó así a difuminársele por las venas, hasta que decidió definitivamente que el fruto de su naturaleza invertida jamás llevaría el nombre mal habido de aquel hombrejo que lo había engañado con un fabuloso viaje a las playas más hermosas de Cataño.  ¡Para qué recordar aquellas vanas promesas de un puesto de recepcionista bilingüe en el mejor hotel de Santurce, «cosa que no será nada difícil porque mi madre pertenece a la oligarquía puertorriqueña y es dueña de la mejor red hotelera de la isla»! ¡Ni qué decir ahora de las palabras que el viento se llevó acerca de unas cómodas vacaciones anuales  en las riberas del Florida’s River Club.  Lástima para Marcos no haber reconocido las mentiras a tiempo.  Sin embargo, con las limitaciones de su lenguaje cursi de toda la vida, aceptaba también que la fortuna jamás abandona a sus criaturas y que todo aquel río de malos recuerdos iba a desembocar en un positivo océano de felicidad abrumante y espumosa.  Aquel acto amoroso ocasional efectuado en el sótano del hotel caraqueño donde trabajaba, había dejado en él una huella insospechada.  Parecía mentira que un coito casual, un simple ayuntamiento de gallo apurado, le llegara a proporcionar lo que por años deseó sin posibilidades de éxito hasta ese momento.
Recordó entonces las explicaciones también insólitas de su médico: no sé, no sé, no estoy sorprendido, me parece natural, pero hay un detalle de sexualidad invertida que no entiendo.  Es algo así como un privilegio, una virtud, un don divino, o sea, quiero decirte, no estoy extrañado pero, más allá de la ficción, no tengo noticias de algún caso similar.  Debo indagar más, buscar razones más científicas, cosa parecida apenas si recuerdo en una película...
Mientras paseaba alelado, miró una vitrina en la que se anunciaba ropa para niños y volvió su memoria a los cientos de consultorios que había tenido que visitar en busca del tiempo perdido: mediocres batiblancos famosos en el arte de hacer parir con dolor, brujos que se confesaban capaces de logros insospechados para cualquier mortal, fuera hombre o mujer, curiosos de barrio resteados en la idea de sacarle las medias a cualquiera sin quitarle los zapatos, gitanas colombianas que juraban conocer los escondites preferidos de los espermatozoides padrotes, parapsicólogos excomulgados por practicar el imborto, comadronas canonizadas, María Lionza, el Negro Felipe González, Yiye Ávila, Superman,  Linterna verde.  ¡Cuántos más, sin haber encontrado  nunca la causa ni la justificación para que un hombre completamente sano no fuera capaz de parir aunque fuera un mínimo grano de maíz que después se multiplicara en mil niños para el mundo!
 La imagen de lo imposible siempre amparada bajo el escondite de sus sueños, ahora se le había vuelto realidad y aún no hallaba la manera de engranar esto a su vida de todos los días.  Ello, por otra parte, no disminuía su alegría, aunque no siempre pudiera manifestarla.  Total, su más grande objetivo había sido siempre retar al mundo con un hecho que desarticulara los esquemas de la cotidianidad y ahora ese deseo se le encimaba del modo más simple que nunca esperó.
—...no, la verdad es que he estudiado la anatomía femenina por años, ¡y el lado interno del cuerpo masculino también!, pero jamás me tropecé con algo parecido.  Ni siquiera en la mitología griega.  Tampoco en las milenarias culturas orientales.  Pero eso es.  Estás..., estás como digo.  El ecosonograma  lo indica.  Eres dos cosas al mismo tiempo.  Eres primero la apariencia por fuera, y segundo la verdad por dentro...
«No forzar los acontecimientos ni violentar el proceso espontáneo de la naturaleza», se repetía ahora con la misma complejidad que siempre había caracterizado su verbo.  Así lo entendió desde el momento magnífico en que el desconcertado doctor Carmelo Morales le ratificó la noticia sin más anestesia posible:
—Vas a tener un carajito, no me preguntes qué ha pasado, pero vas a parir un chamín.
Dos días después, al final de una noche de sueños envueltos en su propia incredulidad, llegó a trabajar y saludó con una sonrisa espléndida; arregló las flores que a diario traían para adornar la recepción  del hotel.  Pasó el plumero por muebles y mesas; ordenó el archivo de habitaciones ocupadas; apartó las tarjetas de las que se desocuparían esa mañana.  De pronto comenzó a carcajearse.  La secretaria, la otra recepcionista, el telefonista y una de las camareras, que en ese momento iba entrando, se sorprendieron ante aquella inesperada situación.  Marcos los miró a todos, a la vez que su sonrisa se esfumaba y aflojó una de sus frases preferidas para los momentos de regocijo:
—No me paren bola, don’t catch bol mi, pliiz, laif is laif, yiu nou.
 El telefonista regresó a sus auriculares y se permitió creer que aquel indefinido hombre estaba saliéndose de sus cabales sin cavilar.  Entre otras cosas, la reacción le había parecido una oscura e inexplicable desviación  de los amaneramientos habituales de Marcos.  Levantó la bocina del aparato  que estaba repicando y desapareció de la escena por el momento.  Knight, más que contento, comenzó a tararear una vieja canción de cuna con la finalidad de no seguir llamando la atención («Sombras nada máaaas... »).

 El ascensor se tragó a la camarera  mientras alguien aprovechaba para entrar con un par de pesadas maletas.  Marcos salió al encuentro de un nuevo huésped que ya desembocaba del taxi y lo saludó de acuerdo con  lo que su intuición le decía:

—Can I help you, Sir?, Welcome, Sir, I am happy, Sir, you look happy too, don’t you?

El vientre comenzó a llenársele como de viento, le creció desmesuradamente a partir de los dos meses.  Volvió a visitar al médico.  Estaba asustado como cualquier primerizo.  Ya había asimilado la idea pero no dejaba de preocuparse ante cualquier cambio que ocurriera en su organismo, en sus hábitos, en su temperamento.  Ahora temía que su jugarreta de conservar el secreto durante los primeros meses pudiera salirle mal.  Entonces exigió al doctor Morales Cachacour que le recomendara una dieta estricta pero no perjudicial.  Un régimen alimenticio que le impidiera engordar demasiado, pero que no lesionara su grato embarazo.
Por las noches, en la ingrimitud de su nuevo apartamento, Marcos pasaba horas frente al espejo, sobaba una por una las estrías que lentamente habían comenzado a invadir la piel de su panza, se desnudaba y observaba su prominencia en todas las perspectivas posibles: de perfil, acostado, boca arriba, boca abajo, de espalda, de culo doblado, de frente, echado en el piso, flexionado sobre la cama, posando como un David, inclinado sobre una silla, con los brazos en posición de plegaria, con los hombros doblados hacia delante hasta casi alcanzar con sus manos los dedos de los pies... Más tarde tomaba su baño diario, se perfumaba como para una celebración en grande, tanteaba sus tetillas que también habían comenzado a crecer y amenazaban con llegar a ser tetas de verdad, se encerraba en su albornoz bordado... Y finalmente se sentaba a continuar el tejido, que ya le parecía atrasado.
Algunas veces sentía deseos profundos por cierta distracción sexual con alguno de sus amigos más íntimos, pero terminaba reflexionando y se censuraba a sí mismo por verse llamado a ceder ante la tentación de la carne. Decidía ser fuerte como un roble sin sexo, pero en el fondo agradecía a la vida esos arranques eróticos que le entraban de vez en cuando. Gracias a uno de ellos, meses antes había caído en las garras libidinosas de un buscafortunas a quien intentó engañar diciéndole que tenía acciones en aquel hotel turístico tan reputado entre las putas más alcurniosas de la ciudad.  El otro, con muchas más agallas que él, también le había ofrecido grandes posibilidades de incursionar en el  turismo puertorriqueño.  Y en un final de juego cortazariano, todo acabaría en un extraño lamento a lo Borinquen.  Después de dejarlo sin un centavo, el enano más bonchón del Caribe lo había embarcado  con la carga que ahora crecía en sus adentros («¡Si no fuera porque no tengo quien me lo cuide! ¡No joda! ¡Todo lo demás me importaría un carajo! ¡Pero no  te preocupes, no te preocupes –golpecitos en la barriga– trabajaré como una negra trinitaria para que no te falte nada!»).

A Yoni Caballero, puertorriqueño de Cataño, vivalapepa conocido a lo ancho del Caribe, y eyaculador de profesión sin domicilio fijo, le había molestado sobremanera que se estuviera diciendo que tenía una predilección misteriosa por los peluqueros y los bailarines.  Y que esta vez el tiro le hubiera salido por la culata del sótano de un hotel de mala suerte.  A decir verdad, usualmente Yoni más bien disfrutaba de estos comentarios y los celebraba con verdadera sinceridad.  Si se lo observaba en detalle, se podía llegar a la conclusión de que tenía una figura muy similar a la de un bufón de corte invadida por plagas plebeyas.  Pero a la vista de observadores no detallistas, el chico malo de Puerto Rico lucía bien parecido.  Su rostro casi femenino y su peinado a lo John Travolta lo habían ayudado a desarrollar una exitosa carrera en el mundo de los homosexuales.
Conocía muy bien las debilidades de todos, de acuerdo con el tono de voz, disfrutaba horrores en sus francachelas con ellos y en el fondo los consideraba muy puros y leales.  Últimamente andaba preocupado por las antiguas noticias sobre el SIDA, que ya era una enfermedad rutinaria.  Pero también estaba ya habituado a portar dos o tres condones dentro de la caja de cigarrillos que siempre llevaba consigo.  Las paredes de la habitación de hotel en que vivía testimoniaban de manera muy cierta sus preocupaciones por la enfermedad: «Vivir en pareja es mejor», «El sexo desordenado sí da Sida», «El Sida no es vida», «El hombre, como el oso, mientras más bello más sidoso».  En sus ratos de meditación juraba no tocar un culo más en su vida, aunque de vez en cuando bromeara con las consecuencias.  Un inmenso letrero coronaba su convencimiento y decoraba el espejo que daba a la cabecera de su cama:

«santa claus ya no suele bajar por la chimenea porque le han dicho que el sida se pega por el hollín»

 Cuando quería disgustar a sus conquistas,  enseriaba el rostro y les exigía alguna prueba certificada de que eran ajenos a la calamitosa enfermedad.  Más de una vez escuchaba algún “coño’e madre” fugaz, pero entonces explotaba en risas y convertía la solicitud en una broma de verdad.  Conocía tanto a los homosexuales que podía jugar con sus vidas como le viniera en gana.  Aunque cobraba caro, era famosísimo entre ellos como muy buen semental.  Se sentía orgulloso de su “falo de oro”  y de haber invadido con sus inmensos chorros de semen un buen porcentaje de los culos más cotizados del Caribe y zonas circunvecinas.  Le divertía saberse el protagonista de los cuentos más perversos sobre «mariposas». 
Pero una tarde le llegó su día. 
Cuando supo lo de la noticia que había salido de Caracas y ya se desperdigaba por todos los casinos, hoteles y antros antillanos, sintió una cosquilla preocupante que no lo dejaría tranquilo en varios meses.
Ciertamente, recordaba con cariño la imagen dulce que siempre le inspiró Marcos.  Sin embargo, aquel comentario de que había preñado a otro hombre no le caía nada simpático, ni le parecía broma digna de un recepcionista ejemplar a quien una vez había embaucado con una catorcera de promesas falsas.  Al parecer, como no tenía residencia fija, nunca recibió la tierna carta de Marcos.  Por la vía del chisme, la noticia le llegó mientras se divertía viendo un espectáculo de senos titilantes en el Hotel San Juan.  Se lo había dicho uno de los mesoneros que lo conocía desde que fuera un adolescente:
—Lo malo no es que lo hayas embarazado, sino que parece que  va a parir gemelos.
Se lo dijo en voz alta para que los que estaban escuchando compartieran la broma.  Yoni se hizo el indiferente, apuró su gin tonic y se dirigió a la taquilla del casino para comprar algunas fichas de juego.  También el cajero lo observó con una sorna no disimulada, demostrando que ya sabía lo de las relaciones peligrosas con Marcos Knight, un famoso y competente recepcionista venezolano que amenazaba al mundo con ganarse aquel famoso premio que una vez ofreció una institución londinense al primer hombre que se atreviera a parir con dolor.  «Eso me pasa por empatarme con maricones sentimentales»,  reflexionó Yoni para sí, casi con arrepentimiento. «¡Y yo de idiota cuidándome del SIDA! ».

Todo lo contrario de lo que Marcos pensaba, su sorpresivo embarazo era objeto de murmuraciones en todas los encuentros sociales que se celebraban en el hotel desde hacía unos tres meses.  Tomaban  aquello como algo que parecía estar ocurriendo, pero en lo que no terminaban de creer definitivamente.  Algunos optimistas hasta hacían presagios sobre el determinismo: «el que se acuesta con hombre,  preñado amanece», y celebraban los chistes a costa de la figura maternal de aquel hombre que comenzaba a adquirir una estampa grotesca.  A él nadie se había atrevido a decirle nada directamente, pero comenzó a intuir que algo se traían oculto desde el momento en que le tocó llevar un mensaje a uno de los huéspedes.
Pudo notar que las caras y las risas contenidas de todos los que estaban allí denunciaban un conocimiento de lo que le ocurría, aunque no se atrevieran todavía a creerlo y lo tomaran como un hecho ficticio inventado por él, una pose ocasionada por el afán de un enfant terrible que deseaba ser mujer a toda costa.  La anchura de sus guayaberas se percibía ya algo exagerada, puesto que la dieta que había solicitado a su médico surtió desde el comienzo un efecto muy distinto al esperado.  Comenzaba a volverse neurótico como para no dejar de parecerse en nada a una mujer que se había embarazado sin esperarlo.  Su cara empezó a cubrirse de espinillas y la dentadura a oler mal: una epidemia de caries se estaba propagando por las hendiduras de sus muelas, a causa de las carencias de flúor y de tanto masticar bolas de chicle para calmar los nervios, las preocupaciones y los apetitos sexuales exagerados.  El día que supuestamente cumplía los seis meses y mientras terminaba de ordenar en una gaveta dos pares de escarpines que  había tejido durante el último fin de semana, floreció en su pensamiento una inquietud, a raíz de la lectura de un reciente reportaje sobre el tema: un hombre que por dentro es mujer puede parir un hijo de nadie, como en la canción de Yolanda del Río.  Eso no estaba en duda.
 Tampoco le preocupaba aquello de la «femifobia» o temor a ser mujer, dado que él creía haber nacido con la enfermedad contraria, la femifilia. 
 Pero si bien ambas cuestiones estaban claras en su pensamiento, palabra y obra, había otra cuya respuesta necesitaba con la urgencia del que solicita la extrema unción: ¿Por dónde pare un hombre?  Se acercó al espejo, bajó sus pantalones frente a él, se volteó y observó detenidamente sus regordetas posaderas para llegar a la conclusión de que el único agujero posible sería demasiado pequeño en el momento de soportar el paso de una cabeza de por lo menos siete u ocho centímetros de diámetro.  Se resignó con la idea de preguntárselo a Carmelo Morales, dentro de dos semanas, cuando correspondiera la próxima consulta.

El doctor Morales acababa de regresar a casa, después de un pesado día atendiendo a tres parturientas retrasadas, a quienes finalmente hubo de cesarear.  En realidad ninguno de los tres maridos había aceptado inicialmente la solución de que les echara cuchillo a sus mujeres.  Pero cuando el médico adoptó su seria pose de sacerdote infalible y les habló en un tono grave, pausado e incomprensible, no les quedó más remedio que creer en su palabra de dios.  Morales afirmó convincentemente que el juramento de Hipócrates contemplaba un añadido según el cual no deberían sacrificarse dos vidas al mismo tiempo, sobre todo si se trataba de casos crónicos de «penectonía eyaculosa intercostal», como los que tenía en sus diagnósticos en ese momento.  Entonces los tres tristes padres comenzaron las cuentas en serio: brotaron las chequeras, se asomaron las tarjetas de crédito y siguieron las llamadas a las compañías de seguros para preguntar cuánto cubría una póliza  en el caso de una cesárea no premeditada por el médico tratante.  Ese día el doctor Carmelo Morales se cercioró de que había tenido que esforzarse demasiado, primero destejiendo  barrigas con celulitis, y después tejiendo órganos desde adentro hacia afuera.  No obstante, al final sintió la satisfacción de enfrentarse a tres tipos casi arruinados con caras de felices  infelices, tres bebés con rostros de uva pasa, chillando a más no poder, tres madres zurcidas hasta por donde no deberían haber sido zurcidas y una cuenta bancaria que le aseguraba cero preocupaciones por el resto del mes.
Ya en la sala de su apartamento, bañado, vestido, comido y cogido por la sorpresa de su esposa entrando al recinto, penetró en el ambiente musical del balcón; cambió el disco compacto de Celia Cruz que sonaba en ese momento y decidió que Antonio Vivaldi sería mejor compañero de infortunio, sobre todo a la hora de pensar seriamente en las consecuencias que traería para su carrera el parto de los montes que significaba cesarear también a Marcos Knight:   «Obviamente debe ser extrauterino, puesto que he descubierto que lo único que hay en él es un útero atrofiado», reflexionaba científicamente.  Supuso que de cualquier manera él sería un hombre afortunado, ya que después del parto,  si no la riqueza,  lo menos que le esperaba era la gloria, la celebridad, los diarios, la televisión, una entrevista en Londres para la BBC, otras en París, Bogotá, Tokio, Ámsterdam, Melbourne y quién sabría cuántas más en todo el mundo.  Imaginaba la mueca de sorpresa en los rostros majinchos y los ojos saltones  de los habitantes del apartado pueblo colombiano de donde había salido hacía más de veinte años.  Estaba seguro de que la Cadena Caracol pondría sus mejores cámaras al servicio del primer colombiano que, después de Gabriel García Márquez y Pablo Rodríguez «Gacha», había logrado que su imagen recorriera el mundo a través de los satélites, y que además su nombre fuera traducido, mal pronunciado e imitado en cientos de idiomas del mundo. Pensando en la pronunciación en polaco del apellido Morales, pisó tierra de nuevo y regresó a las paredes del balcón de su apartamento.  Observó en detalle la imagen del Nazareno que colgaba frente a él y musitó una promesa secreta que solo él escuchó.
Quería ser sincero con su propia conciencia y aceptaba que al comienzo había tenido su duda melódica. Creyó al comienzo en la posibilidad de un embarazo psicológico y de allí su complicidad con Marcos para que el hecho continuara oculto.  Pero, ahora, en ese instante, después de siete meses de ver crecer la potencia de su inmortalidad, soñaba con no tener después de su muerte los mismos problemas que había tenido el venerable médico José Gregorio Hernández para ser canonizado por el Vaticano.  Estaba seguro de que su salvoconducto a los predios celestiales era mucho mejor aval que los milagros aludidos por los fieles del médico venezolano con aspecto de candidato presidencial. Ahora, después de múltiples radiografías, ecosonogramas, pruebas psicotécnicas, análisis psicotrópicos, y quién sabe cuántos estudios más, ya nadie podía negarle que lo del feto en las entrañas de su amigo era una verdad tan inmensa como que el Papa Juan Pablo Segundo era calvo y con dos pelucas.
—Será antinatural –habló con el espejo que tenía enfrente–, será el primer hombre femenino por dentro, será un sueño al revés para dar curso a una extraña historia de novela, pero es cierto, ¡salió mi número, coño, por fin, salió mi número! 
A esas alturas su seguridad era absoluta.  No había examen que no hubiera resultado positivo: los tactos anales y las mediciones periódicas del crecimiento del abdomen eran inobjetables.  Los mismos síntomas descritos por el paciente y el volumen desmesurado del vientre constituían una evidencia más de la gestación.
Lamentablemente, no se había atrevido a consultar a otros colegas hasta estar completamente seguro y en eso se le habían pasado siete desesperantes y angustiosos meses.  Siempre lo favoreció la actitud de Marcos por mantener aquello sin mucha ostentación.  Si al final no se daba, muy bien, nadie perdería nada y el mundo retornaría a su órbita. «¡Adiós fama del alma, te fuiste sin saber que era tuyo mi amor!».  Pero nada más.  En cambio, si se divulgaba mucho entre  otros médicos, era muy probable que alguien más hábil que él quisiera robarle la primicia o denunciara el hecho ante el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social.  O que algún colega envidioso recurriera a las instancias gremiales para protestar por sus aspiraciones al monopolio de la fama. 
No obstante, parecía haber llegado el momento de las consultas con otros profesionales de la obstetricia y la gineculogía.  Necesitaría por lo menos varios ayudantes en la operación y un anestesiólogo, un equipo de enfermeras y algún otro personal auxiliar de absoluta confianza.  Era ya la hora de elegir a los privilegiados que compartirían con él la suerte de partear al primer macho convertido en parturienta.  Comenzaría ese otro día.  Apenas le restaba un mes y si acaso unos días.  La fecha exacta del parto había sido un verdadero problema desde el comienzo.  Contradictoriamente, para la medicina que Carmelo aprendió alguna vez en Salamanca, Marcos Knight había nacido menopáusico puesto que nunca vivió los dolores de la menstruación.  Eso, precisamente, impedía hacer los cálculos habituales en estas situaciones y había sembrado de imprevistos el desarrollo del embarazo.
Por otra parte, era difícil hacer un seguimiento de la maduración del cuello uterino del afectado ya que no tenía ni cuello ni útero desarrollado y visible.  El ano, la única vía de acceso a las feminidades del paciente había recibido demasiado uso antes de que la preñez llegara, y, en consecuencia, no era una fuente lo suficientemente confiable como para hacer predicciones de otra naturaleza que no fueran las del desgaste por exceso de frotación.  De modo que el problema fundamental del médico ya no era la seguridad del hecho, sino la manera como tendría que arreglárselas para que la operación fuera un éxito de taquilla: no había ninguna duda de que habría que cesarear también, y esta vez obligado, dada la situación natural del paciente, pero este no tendría que preocuparse por los honorarios médicos.  Si era preciso, Carmelo Morales Cachacour consumiría todas las cesáreas de su vida en aquella odisea histórica.  No dejaba de pensar en las cámaras de televisión dentro del quirófano ni en las enciclopedias que por el resto de la historia de la humanidad registrarían aquel hecho tan crucial.  Bajó  otra vez de las nubes de su imaginación.  Llamó a su esposa para que por el amor de Dios le sirviera un güisqui  de Caldas con hielo bien frío y se dispuso a enterarla de lo que estaba ocurriendo y del futuro que a  ella le correspondería como la esposa del médico que amenazaba con destronar a Galeno y a Hipócrates de los prontuarios de la medicina. 
Charló con ella durante diez minutos.  Explicó, gesticuló, recurrió a la jerga médica más ortodoxa para narrar su experiencia, se arrodillo, invocó boleros, rancheras, cumbias y merengues apropiados al momento, buscó por todos los medios que la historia resultara verosímil, y cerró su discurso con la diplomacia que su futuro estatus le reclamaba.  Pero estuvo a punto de ahogarse con uno de los trozos del hielo que contenía su vaso, al descubrir que la única frase que su esposa había pronunciado era el reflejo absoluto del escepticismo:
—¡No jurungue!, ¡si hubiera sabido que terminan delirando, no me habría casado con un médico!

La fama de afortunado cazafortunas de que Yoni Caballero  disfrutara durante muchos años, había descendido notablemente desde los últimos dos meses y medio, en proporciones que alarmarían al candidato presidencial más seguro.  Luego que se supo de sus andanzas por Caracas y de su terrible fatalidad con un honorable recepcionista bilingüe, los índices de aceptación  que siempre lo habían favorecido andaban casi rasgando los pisos de las tabernas, bares y casinos que visitaba.  Cansado de tanta infamia, hastiado de la calumnia y del rumor, y en su afán por cerciorarse de las causas por las que la broma se hubiera popularizado tanto, se dispuso a trasladarse de nuevo a Venezuela.
 No sabía él que si bien en el  exterior todo se daba por sentado y nadie dudaba ya de la futura maternidad de Marcos, en el propio lugar de los acontecimientos las campañas oficiales escondían permanentemente el hecho (luego de que Marcos y el doctor Morales se decidieran a hacer pública la situación).  Nadie allí estaba seguro de nada.  Tampoco él creía mucho en los murmullos malsanos.   No había leído otra cosa que no fueran chismes de revistas amarillistas, y finalmente quería encontrar otra vez a Marcos y dejar bien clara su situación.  Le pediría, o le exigiría, o lo amenazaría, si no cesaba aquella fastidiosa batahola de descrédito en que lo había inmiscuido.
Entre otras cosas, Yoni se consideraba a sí mismo un profesional serio.  Jamás supuso que una inofensiva noche de placer le traería tanta consecuencia nefasta.  Ya para ese momento, la Asociación Pro Defensa del Homosexualismo de Miami y la Confederación Internacional de Homosexuales del Reino Unido lo habían declarado persona non grata y gestionaban un voto de censura para  él en el próximo congreso a realizarse en Aruba.  Este hecho, que también había recorrido el Caribe por medio de la técnica del rumor, generó secuelas terribles para su trabajo en las Antillas y estaba a punto de convertirlo en un chulo desempleado.  Así que no le quedó más remedio que comprar su pasaje San Juan-Caracas-San Juan y tomar el avión con el único objetivo de enterarse de las verdaderas causas del agravio.  Al comienzo, nunca creyó que lo del embarazo pudiera tener algo de verdad, a pesar de que también sabía que un periódico clandestino de su país, el Puerto Rico Libre y Disociado, había reseñado la cuestión en sus páginas sociales.  Allí mismo se informaba que una agencia de viajes estadounidense  estaba preparando, también «clandestinamente», una excursión a Venezuela para todos aquellos interesados en presenciar el parto desde más cerca.

En el país de los ciegos que era la Venezuela de los ochenta del siglo XX, ni siquiera los tuertos se daban por enterados, pero la gente murmuraba el acontecimiento en todas partes.  El nombre del hotel donde trabajaba Marcos se había puesto de moda.  Miles de turistas acudían a él para hospedarse, inocentes de que, por recomendaciones secretas de su médico, y previa aceptación inmediata del gobierno, lo habían enviado a algún lugar secreto para que pudiera cumplir rigurosamente el resto de su lapso prenatal.  La bomba había reventado oficialmente con la primera rueda de prensa dada por el doctor Carmelo Morales Cachacour.  Juiciosamente precavido, el médico colombiano acudió primero a las altas autoridades del gobierno.  No obstante su seriedad, su reputación y sus documentos, al comienzo nadie le creyó y uno de los funcionarios lo amenazó con prisión por querer  burlarse del presidente.  Días más tarde, la presencia de Marcos obligó a todos a tragarse sus incredulidades y a quedarse alelados ante aquel vientre descomunal.
—¡En la democracia de este país, cualquier verga es posible!, ¡mi madre! –exclamó uno de los ministros presentes.
Todos fueron sobrecogidos por aquella sorpresa cuya dimensión no calcularon de inmediato.  Entonces el  Presidente de la República se levantó erguido al lado de su secretaria privada, levantó el dedo índice de su mano derecha, lo hizo girar en círculo y ordenó sin pensarlo una inmediata rueda de prensa.
—¡Debe saberse desde ya que ha sido durante mi gobierno!–acotó.

Y así, al día siguiente, Carmelo Morales Cachacour explayaba su sonrisa ante  cientos de reporteros, para iniciar su camino a la fama.  Además de Marcos, lo acompañaban el presidente del Colegio de Médicos, como emisario del Presidencia de la República, el Fiscal General, el presidente del Consejo Supremo Electoral, el director de la Oficina Central de Información, el ministro de Sanidad y Asistencia Social y la suplente de la primera dama, es decir, la secretaria privada del primer magistrado; además estaba también  presente el director de la clínica que había ganado la licitación para ejecutar el parto.
Ya, ahora sí, el nombre de Marcos se convirtió en una fija en todas las ediciones de todos los diarios.  Una empresa de televisión de Brasil envió un agente de negocios cargado de billetes para que comprara los derechos de filmación y ofreciera al sortario machihembrado una serie de cuñas comerciales que le garantizaran una vida a todo dar para él y para el niño o la niña.  El presidente de los Estados Unidos de América ofreció en público telegrama la nacionalidad norteamericana, no solo para el infante y para su papamadre, sino también para el hombre que había aportado sus potentes espermatozoides y había dado origen al hecho más sobresaliente del siglo y sus alrededores.  Siendo puertorriqueño el padre,  ya era ciudadano estadounidense de tercera categoría, entonces tanto a él como a su retoño les sería concedida la nacionalidad auténtica en un acto público a celebrarse en la propia Casa  Blanca.
 Adicionalmente, el Premier  ruso se dirigió a la Cancillería venezolana para poner a la orden una serie de documentos.  En los mismos se probaba que los Knight del centro de Venezuela «son descendientes de una antigua expedición “rusa” que, durante la época prehispánica, ingresó clandestinamente al país, a través de lo que siglos más tarde sería el puerto de Carenero, y mucho antes de que la Reina Isabel decidiera poner el ‘aprobado’ a los créditos solicitados por Cristóbal Colón para adquirir tres carabelas e iniciar el ruleteo por los mares, buscando indias» (traducción libre del narrador).  Anexo a la documentación oficial, reposaba un exhaustivo documento, refrendado por el filólogo y traductor N.F. Potapova, experto oficial del régimen moscovita, quien aseguraba que «Knight» era un apellido derivado de las palabras bolcheviques «Kapta» (mapa) y «pocpátb» (dormitar), degeneradas posteriormente, gracias a los calores y la pronunciación tropical.

A todas  estas, Yoni Caballero apaciguaba su rabietas contenidas quemándose las agallas con el más fuerte de los rones, fumando como una puta arrestada, y marcando cada rato un mismo disco en la rocola de un bar del centro de la ciudad: «…échame a mí la culpa de lo que pase, cúbrete tú la espalda con mi dolor... (bis, bis, bis, bis, bis, bis...).  Ya era imposible evitar los extras que a cada rato daban  por televisión, puesto que todos los aparatos del país permanecían encendidos en todas partes las veinticuatro horas del día.  El pobre Yoni estaba tan desesperado que ni siquiera lo sedujo la oferta que había hecho el presidente de los Estados Unidos.  Consideraba que su orgullo de sibarita y su honor estaban por el suelo.  Eso era suficiente para querer continuar en su condición de ciudadano natural del Estado Libre Asociado. De momento, se dedicó a investigar más detalladamente el posible lugar  donde habían escondido a Marcos.  Entre copa y copa, juró que si lo encontraba él también pasaría a la historia, no propiamente como padre célebre, sino más bien como filicida y mariquicida pobre pero honrado.  Se envalentonó y entonces salió del anonimato.  Hizo sentir en el país  su presencia, rechoncha y bien peinada, puso cara de afligido ante las cámaras de televisión.  Dejó explotar un sin fin de flashes en su rostro y argumentó que como padre de la criatura tenía derecho a saber  dónde se encontraba su esposo. «¡Ay bendito, por favol, señores!».  Que a lo mejor su hijo lo necesitaba y era injusto que lo hubieran secuestrado de esa manera.  Qué dónde estaba la libertad y el librepensamiento que pregonaba un gobierno que se apoderaba de los ciudadanos y los acuartelaba sin cuartel.  Que el mundo entero se enteraría de aquella «atrocidá» y que la Corte Interamericana de los Derechos Humanos sabría del «exabructo».
Sin saberlo, Yoni se estaba comportando como cualquier político latinoamericano  y sus palabras sonaban a liderazgo fingido. 
Pero algo logró. 
Nadie hizo caso de su perorata.  Nadie creyó que él fuera realmente Yoni Caballero, aunque se llamara igual.  Nadie dudó de su origen borincano, pero se negaron a aceptar que un tipo con cara de ángel caído fuera el autor del milagro de aquella maternidad masculina. 
Pero algo  logró.
Dejando de lado las furias conyugales del primer momento, Marcos se alegró enormemente cuando escuchó la voz quejosa de Yoni por la radio.  Se sintió feliz y se apretó el vientre en un inconfundible ademán maternal.  Obviamente, Yoni no supo nada de esto, pero su sexto sentido “estadounidense” le indicó que no todo había sido en vano.  Entonces regresó al barcito de la avenida Baralt, retomó su puesto aún vacío en la barra y le dijo al portugués que limpiaba las mesas, cantaba, servía los tragos y cobraba:
—¡Ea, ea, que me sirvan otra copa y muchas más...!


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